Daniela Opitz,
Universität Bielefeld
El problema de [… los] rótulos que la cultura de una época asume como referencia con respecto a una persona o un grupo, es que termina por deshumanizar la figura que lo origina y aquel o aquellos portadores se transforman en un ente abstracto que evoca, según la mirada –y la ideología que anima esa mirada– sentimientos inamovibles y generalmente virulentos. […] las “guerrilleras” han quedado básicamente como heroínas o delincuentes, y en cualquiera de los dos casos se pierde su dimensión personal (Diana 24).
Este ensayo se enfoca en la representación de la militancia y la lucha armada de mujeres argentinas en los años 60 y 70. Nos proponemos indagar qué “rótulos” elige Andrés di Tella para referirse a la militancia femenina en su documental Montoneros, una historia (1995) que junto con Cazadores de utopías (Blaustein 1996) – para el contexto argentino – fue el primero en abordar fílmicamente el tema de la militancia en las décadas de los 60 y 70.
En un primer paso, presentaremos una periodización de los discursos de la memoria en Argentina en la que se inserta el documental enfocado y, en un segundo paso, haremos hincapié en la memoria de la militancia de mujeres en general tanto como en la memoria de la militancia en películas documentales. La pregunta que nos guía en nuestro análisis de Montoneros, una historia es la de cómo Di Tella se enfrenta a la problemática de representar a las mujeres que entraron en el mundo de violencia de la militancia y que participaron en él: ¿Cómo representa la militancia femenina frente a la militancia masculina? ¿Representa a las mujeres que militaron como heroínas o delincuentes – como lo constata Marta Diana en la cita de entrada – o logra destacar la dimensión personal en la militanica de estas mujeres?
1. Discursos de la memoria en Argentina después de la última dictadura militar (1976-1983)
La memoria ocupa un lugar central en la cultura y la política de nuestros días – Andreas Huyssen incluso habla de “una cultura de la memoria” (Huyssen, “Busca” párrafo 7). En una entrevista aclara que “cada país tiene motivos distintos para volver al pasado” y que “en la Argentina, el tema ha sido la última dictadura” (Costa, párrafo 5) que, como calculan organizaciones de Derechos Humanos, de 1976 a 1983 costó la vida a 30.000 personas, (véase Secretaría).
1.1 La teoría de los dos demonios
Los primeros años después de la restauración de la democracia en 1983, los discursos de la memoria se pueden caracterizar por “la teoría de los dos demonios” (Cerruti 16; Huyssen, “Resistencia” párrafo 13; Oberti/Pittaluga 24-5). De acuerdo con esta teoría “hubo una guerra entre dos grupos armados, los terroristas y las Fuerzas Armadas” mientras que “la sociedad argentina fue la espectadora y víctima de estos fuegos cruzados.” Además, siguiendo esta misma teoría, “hubo víctimas inocentes de uno y otro lado [… y] las víctimas fueron esencialmente inocentes” (Cerruti 16).
Tanto el Nunca más, Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, que aparece en 1984, como el Juicio a las Juntas, que tuvo lugar en 1985, entran en esta línea de interpretación propuesta por la teoría de los dos demonios. El Nunca más se centra en mostrar cuál era la suerte de los desaparecidos y cómo funcionaban los centros clandestinos de detención. El eje de esta narración es el destino de los desaparecidos, es decir, “qué había pasado con ellos y cómo había pasado” (Vezzetti 117). La figura del desaparecido que se contruyó en este contexto acentúa “el carácter puro de la víctima lesionada en su condición humana” (ibid. 116); omitiendo la filiación política y la militancia en organizaciones revolucionarias se construye “una figura purificada de víctima,” completamente despolitizada y separada de cualquier relación con una violencia insurgente que también se repudiaba2 (ibid. 118-9, véase también Jelin 72). El mismo principio se aplicó al Juicio a las Juntas que se inició el 22 de abril de 1985:3 en la audiencia pública que duró casi cuatro meses declararon más de 800 personas y se insistía en la representación de víctimas apolíticas, inocentes4 (ibid. 137). Huyssen, por su parte, considera el ‘olvido’ de la dimensión política de los desaparecidos en esa época como absolutamente necesario y alega dos razones que cementan la necesidad de ‘olvido’ de la militancia izquierdista en ese momento:
Primero, era necesario derrotar los argumentos de la defensa de los generales que se fundamentaba en el presupuesto de que el golpe y la represión habían sido causados por el terrorismo armado de la izquierda radical. Segundo y más importante, era necesario permitir a toda la sociedad argentina, incluyendo tanto a los que no participaban como a los que se beneficiaban de la dictadura, congregarse alrededor de un consenso nacional nuevo: la clara separación entre los que habían perpetrado los crímenes y las víctimas, los culpables y los inocentes. (“Resistencia” párrafo 14)
Con respecto a esta primera etapa de la memoria de la dictadura militar concluimos, por lo tanto, con Baden y Miguel que “el mérito en 1985 fue lograr una condena generalizada a la represión ilegal, aunque a costa de instalar una figura de hiper-víctimas que silenció las experiencias militantes” (6).
1.2 Las leyes de impunidad y los indultos
En los años que siguen al Juicio a las Juntas el miedo termina por dominar en la sociedad argentina. Siguiendo a Cerruti, se trata de un miedo que básicamente tiene dos causas: primero, podemos constatar un miedo a la desestabilización democrática –entre 1987 y 1989 se producen varios levantamientos militares y un intento de copamiento de un cuartel por parte de un grupo terrorista. Segundo, existe un miedo a la inestabilidad económica como consecuencia de la hiperinflación5 que lleva consigo el saqueo violento de supermercados y la amenaza de un estallido social. En este contexto del miedo, el gobierno argentino genera la narrativa de “la reconciliación nacional” (Cerruti 18): a través de las Leyes de Obediencia Debida y de Punto Final – promulgadas en 1986 y 1987 respectivamente – se limitan los juicios a los represores en vez de fomentarlos. En 1990, siguiendo la misma línea, Carlos Menem, indulta tanto a los militares involucrados en la represión que habían sido condenados, como a civiles sancionados por actividades guerrilleras. Lo que motivaba estos actos, según Cerruti, es la idea de que “el pasado era el conflicto,” de que “el pasado era el caos” y que lo que hacía falta en ese momento era una reconciliación nacional a la que se debía llegar a través de las mencionadas leyes y los indultos de 1990 (20) – actos que Oberti y Pittaluga interpretan como un intento por parte del Estado de producir “alguna forma de cierre del pasado reciente” (26).
Sin embargo, las Leyes de Punto Final y de Obediencia Debida tanto como los indultos se conciben más bien como un intento de extinción de la memoria, como “una operación memoricida” – como dice Juan Goytisolo (párrafo 12) – y siguiendo a Vezzetti es más que nada el indulto que chocaba con “las promesas de la reparación ética y jurídica que estuvieron en el nuevo origen de la democracia” (143). Visto desde esta perspectiva, sorprende que hayan sido relativamente pocas las personas que se manifestaron en contra de los indultos (véase Cerruti 20). En los años siguientes es sólo el reducido grupo de los organismos de derechos humanos – como las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo o la Asociación de Ex-detenidos-desaparecidos – el cual seguirá luchando por el castigo de los responsables de las violaciones de los derechos humanos. Por lo tanto, Cerruti concluye con respecto a esta segunda etapa en la memoria de la última dictadura militar que “[la gran mayoría de] la sociedad argentina parecía dispuesta a sepultar la historia reciente en el olvido” (21).
1.3 El ‘boom’ de la memoria y un cambio de enfoque hacia la memoria de la militancia
Esto cambia radicalmente cuando se avecina el aniversario de los 20 años del golpe militar de 1976 y una organización hasta aquel momento desconocida irrumpe en la escena política argentina. Se trata de la agrupación H.I.J.O.S. (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) en la que confluyen los hijos de desaparecidos, asesinados, exiliados y presos políticos durante la aplicación del terrorismo de Estado en la Argentina y el resto de Latinoamérica6. A través de formas novedosas – como los escraches7 – lejos de dejarse reducir al papel de víctimas, luchan a su manera en contra de la impunidad, exigiendo que los culpables de los asesinatos y desapariciones sean llevados a juicio. Diane Taylor resume lo específico de los performances de los H.I.J.O.S. de la manera siguiente: “Ellos se apoyan en la velocidad, la fuerza, y a veces la sorpresa. A diferencia del movimiento mesurado de las Madres en su Plaza histórica, la demanda de los escraches posee agilidad física y riesgo a medida que se desplazan de un lugar a otro” (párrafo 23).
Al mismo tiempo que H.I.J.O.S. empezaron a organizarse en 1995 también aparecen los discursos de los victimarios. Adolfo Scilingo, quien había participado en los así llamados vuelos de la muerte,8 se confiesa al periodista Horacio Verbitsky quien, a su vez, a base del testimonio de Scilingo, publica el libro testimonial El vuelo (1995) que alcanza un tremendo impacto mediático. El general Martín Balza, entonces comandante del Ejército, en una autocrítica pública, reconoce los crímenes militares y pide perdón por los errores cometidos. Fuera de esto, se da inicio a nuevas causas judiciales – como los Juicios por la Verdad9 o los juicios que propulsan las Abuelas de Plaza de Mayo por la sustracción de menores. Es así que para la etapa que comienza a partir de mitades de los 90 Cerruti habla de “un inusual ‘boom’ de la memoria [que] comenzó a tomar formas” (21).
En este ‘boom’ de la memoria la imagen del desaparecido cambia significativamente: H.I.J.O.S. ya no representan a los desaparecidos como personas uniformes, inocentes y apolíticas sino que, por el contrario, enfocan la lucha ideológica, la militancia social y política de sus padres asesinados. Como lo dice Cerruti “no se trataba ya de jóvenes inocentes, sino de militantes con un proyecto, una participación política y cierto grado de opciones” (22). La memoria de la militancia de izquierda de las décadas de los 60 y 70, que con la figura del desaparecido inocente, pasivo y apolítico había sido erradicada, se recupera (Huyssen “Resistencia”). Y es más, no sólo se recupera: la memoria de la militancia de los años 60 y 70 se convierte en un eje temático central de la memoria de la dictadura,10 aunque se continúe paralelamente realizando esfuerzos para demostrar las atrocidades y crímenes de la dictadura militar (véase Oberti 77).
Cerruti considera que la revisión histórica del período de la dictadura militar, a partir del 25° aniversario del golpe en el 2001, “encontró un avance singular en todo terreno, sobre todo el jurídico” (25). A este avance no sólo pertenecen las sentencias que se dictaron en el exterior (véase Ginzberg 34); en la misma Argentina, a finales de agosto de 2003, las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida se anulan; medio año más tarde, el entonces presidente argentino, Néstor Kirchner, se disculpa, por primera vez, en nombre del estado pidiendo perdón “por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia tantas atrocidades” (Curia 3). Además, Kirchner declara que la ESMA se convertiría en un Museo de la Memoria. 11
1.4 La memoria de la militancia de los años 60 y 70 en el contexto de una ‘nueva militancia política’ en el siglo XXI
El año 2001 no sólo tiene un significado especial por tratarse del 25° aniversario del golpe, es también el año de una severa crisis y de importantes protestas populares: como consecuencia del desempleo y la pobreza masivos, la succión de los ahorros familiares, la inflación y el quiebre del sistema bancario (véase Godoi párrafo 5), amplios sectores de la sociedad – dentro de ellos también una parte importante de la clase media – se movilizan. Las protestas culminan en Buenos Aires, el 19 y el 20 de diciembre, y terminan por forzar al entonces presidente Fernando De la Rúa a abandonar la Casa Rosada en helicóptero y a dimitir de su cargo presidencial. Después de esta insurrección popular, una gran cantidad de organizaciones de base – como las asambleas barriales o los movimientos de desocupados– irrumpen en la esfera pública o –para las que ya han existido antes del 2001 – toman nueva fuerza.
Es en este contexto de una ‘nueva militancia política’ en el siglo XXI que surge un mayor interés en la militancia de las décadas de los 60 y 70.12 Últimamente, es la polémica que se dio a partir de la publicación de una carta de lector del filósofo cordobés Oscar del Barco la que demuestra que la memoria de la militancia de las décadas de los 60 y 70 sigue siendo un tema que domina los discursos de la memoria en Argentina. En la revista cordobesa La Intemperie, a fines del año 2004, se publicaron fragmentos de una entrevista a Héctor Jouvé, ex integrante del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP). Jouvé, en estos fragmentos, cuenta cómo fueron condenados a muerte y ejecutados dos miembros del EGP por sus propios compañeros. Refiriéndose a lo narrado por Jouvé, Del Barco manda una carta de lector en la que argumenta que
todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones […] Y mientras no asumamos la responsabilidad de reconocer el crimen, el crimen sigue vigente. (32)
Esta carta desata un debate en el que intervienen intelectuales argentinos como Alejandro Kaufman, Héctor Schmucler, Ricardo Foster o León Rozitchner que se mantiene por más de un año y medio de manera ininterrumpida.13 Predominan, básicamente, dos puntos de vista: una minoría intenta comprender y ampliar lo dicho por Del Barco mientras que la gran mayoría considera su postura como una “inmoralidad política” funcional a los intereses de la derecha e intenta clausurar la discusión (véase Arias). La gran repercusión que tuvo la carta de Del Barco demuestra que la memoria de la militancia (armada) de los años 60 y 70 es un tema que actualmente juega un papel importante no sólo en el contexto de los discursos de la memoria sino en la vida pública argentina en general.
2. La memoria de la militancia de mujeres: un desafío doble
Considerando la militancia desde una perspectiva de género, constatamos que la militancia de mujeres, contrariamente a la de los hombres, desafía a un orden hegemónico patriarcal en un doble sentido: mujeres que militan y que en el marco de esta militancia incluso participan en la lucha armada no sólo persiguen la destrucción de estructuras hegemónicas de la nación –cosa que vale también para los hombres–, sino que, además, cuestionan y rompen con los papeles de género que se les atribuye en sociedades patriarcales.
Es decir, por un lado la militancia permitió a las mujeres cuestionar sus propias realidades, consideradas hasta entonces monolíticas e inamovibles (véase Grammático 29). En este sentido, Karin Grammático califica la Agrupación Evita – la rama femenina de los Monteneros – por lo tanto, como “un espacio transformador para muchas mujeres que participaron en él” (29). El PRT-ERP, en el folleto “Moral y proletarización”, reivindica “la absoluta igualdad entre los sexos” y exige de sus miembros que “no sólo se integr[e]n activamente en la actividad revolucionaria, sino que integr[e]n todos los elementos de su vida cotidiana compartiendo sus recursos a través de un fondo común y rotativamente las tareas domésticas, prácticas de la casa” (Ortolani14 99-100). Partiendo de estas declaraciones, estamos de acuerdo con Pozzi quien considera que la militancia (en el PRT-ERP) posibilita a las mujeres “tener un lugar que les era negado en la sociedad en general y en otras organizaciones” (226).15
Por el otro lado, no queda duda de que en estas mismas organizaciones también se reproducían los roles más tradicionales que se les asignaban a las mujeres. Como señala Grammático, la Agrupación Evita “desplegó una variada gama de actividades que incluyó la organización de campamentos infantiles, la limpieza y canalización de zanjones en los barrios, la reparación de escuelas, charlas sobre educación femenina e infantil, difusión de materiales políticos (en especial cintas y audios de Eva Perón)” (29). O sea, las actividades de la Agrupación Evita correspondían a la imagen de la mujer como madre y esposa que propagaba el peronismo y que los Montoneros habían retomado en iguales términos. De la misma manera, Pozzi señala que el PRT-ERP, en el ya citado folleto “Moral y proletarización”, concibe a la mujer no como una entidad propia sino únicamente en el contexto familiar y reproduce, por lo tanto, uno de los prejuicios de la sociedad argentina (219). Muchas mujeres que habían militado en los 60 y 70, en sus testimonios, no sólo señalan que hubo mucha solidaridad y compañerismo entre los militantes de ambos sexos; estas mismas mujeres también aclaran que, en muchos casos, primero debieron ganarse esa posición de ser respetada en cuanto militante femenina y subrayan que hubo una discriminación de las mujeres militantes en lo que era la posibilidad de adquirir una posición de alto rango dentro de las organizaciones, o sea, en la cuestión de poder16 (véase Valle/Destuet 422; Pozzi 227-34). Es pertinente lo que dice Luis Mattini, ex-miembro del PRT-ERP, en este contexto: “El tema [de la igualdad de hombres y mujeres] era muy señalado en las reuniones, pero de hecho la igualdad no llegó a las cifras: el Comité Central [del ERP] contaba con sesenta hombres y sólo dos mujeres” (Diana 371).
¿Qué pasa cuando se trata de recordar la militancia de las mujeres?17 No sólo se da la dificultad de dar cuenta de estos dos lados de la militancia femenina. Recordar o representar la participación de mujeres en organizaciones que propagaban y practicaban no sólo una militancia político-social sino también la lucha armada lleva consigo la siguiente problemática: en el imaginario colectivo la mujer es concebida como la portadora de la vida y no se asocia con la acción de matar, o por lo menos mucho menos que a los hombres (véase también Diana 396).18 O sea, para la sociedad surge la dificultad de encontrar una manera socialmente aceptada de representar a las mujeres que entraron en el mundo de violencia de la militancia y que participaron en él. Y por las mismas mujeres vale lo mismo: ellas también se verán frente al desafío de integrar su participación en la militancia – y posiblemente en la lucha armada – en su propia historia de vida.
3. La memoria de la militancia en películas documentales
En el contexto de la ‘nueva militancia política’ en el siglo XXI – que se intensifica, como vimos, después de la revuelta popular de diciembre del 2001 – se vienen formando “nuevos colectivos [de cine] que se proponían, entre otros objetivos, articular entre sí y generar nuevos espacios de contrainformación y denuncia” (Bustos 16; véase también Puente/Russo, 30-1). Como especifican Puente y Russo, la mayoría de estos grupos se consideran herederos y continuadores de colectivos de cine que funcionaban en los años 60 y 70 en la Argentina –como Cine de la Base o Cine Liberación (30-1). Sin embargo, el cine militante, que surge de esta manera a principios del siglo XXI, no sólo recurre a la metodología de producción y a los modos de exhibición alternativos, empleados por colectivos como Cine de la Base o Cine Liberación. Además, este nuevo cine militante demuestra un gran interés en la militancia de las décadas de los 60 y 70 en general. Es así que en el 2004, tres años después de la insurrección popular del 2001, se terminaron tres películas documentales que tratan la militancia de las mayores organizaciones armadas setentistas: Errepé de Gabriel Corvi y Gustavo de Jesús, Los perros de Adrián Jaime y El tiempo y la sangre de Alejandra Almirón. El Grupo Mascaró Cine terminó su trilogía sobre el ERP titulada Gaviotas blindadas en el 2006, 2007 y 2008 respectivamente y Liliana Mazurre, a mediados del 2008, estrena su película 1973, Un grito del corazón en la que combina documental, ficción, archivo y testimonios actuales para contar un tramo de la historia del Peronismo Revolucionario.
Sin embargo, es ya a mitades de la década de los 90 que se realizan las primeras películas documentales que enfocan la militancia de los años 60 y 70. Esas películas hay que verlas en el contexto de un cambio de enfoque en la memoria argentina, que se da, como vimos, con el 20° aniversario del golpe en 1996. El desaparecido ya no está considerado únicamente como una persona completamente apolítica y pasiva sino que se lo ve cada vez más como un militante comprometido. Este cambio de enfoque queda apoyado a través de las películas documentales Montoneros, una historia (1995) de Andrés di Tella y Cazadores de utopías (1996) de Coco Blaustein. Tratando la historia de los montoneros, una de las mayores organizaciones armadas de los años 70 en Argentina, contribuyen considerablemente a impulsar que se llenara el vacío que existía hasta aquel entonces con respecto a la narración de la militancia de los 60 y 70 (Aguilar 20; García Oliveri; Hermida; Oberti 119).
Los dos documentales se pueden considerar como formando parte de lo que Cerruti denomina el ‘boom’ de la memoria, en cuanto rompen con las representaciones de los desaparecidos que dominaban los discursos de la memoria – y con esto también el discurso cinematográfico – hasta aquel entonces. Ya no los representan como víctimas ingenuas, inocentes como fue el caso, por ejemplo, en La noche de los lápices (1986) de Héctor Olivera. Tampoco respaldan en la teoría de los dos demonios que representa a las organizaciones armadas como responsables de la violencia en igual grado que los jefes de las Fuerzas Armadas, como lo hizo, por ejemplo, el documental La república perdida II (Miguel Pérez, 1986).19 Cabe destacar, en este contexto, que La noche de los lápices y La república perdida II, son las películas que permanecieron en la memoria de la sociedad argentina como las más significativas sobre la dictadura militar (Amieva/Arreseygor/Finkel 5). Al contrario de estas películas, los documentales Montoneros, una historia y Cazadores de utopías – aunque de distintas opciones narrativas y posiciones políticas – representan a los militantes como seres humanos que se habían comprometido concientemente con un proyecto político-social, siendo plenamente responsables de sus actos políticos. Es así que estamos de acuerdo con Amieva, Arreseygor y Finkel quienes consideran que
en algún sentido, ambas películas son el puntapié inicial de una nueva oleada de producciones, en las que son los militantes de los 70, las organizaciones de DD.HH., los hijos de los desaparecidos, los que toman la cámara […] y filman generando la recuperación de memorias singulares, parciales, sectoriales, contradictorias, pero válidas y necesarias para una sociedad que aún convive con la presencia de la última dictadura militar. (8)
Sin embargo, aún compartiendo esta función de “puntapié inicial”, Cazadores de utopías y Montoneros, una historia, también se distinguen en varios sentidos. Mientras que Blaustein –él mismo ex-miembro de los montoneros– reúne testimonios de 33 ex-militantes que en conjunto reivindican la historia de los montoneros,20 Di Tella elige como hilo conductor la historia de una sola ex-militante de bajo rango, Ana, y elabora una mirada crítica de esa misma organización (véase también Amieva, Arreseygor y Finkel 8).
Es decir, la película de Di Tella que se encuentra en la mira de nuestro análisis, no sólo es una de las primeras que enfoca la militancia en los 60 y 70 en Argentina, sino que además, se centra en la militancia de una mujer. En lo siguiente nos proponemos dilucidar de qué manera Di Tella, en su documental Montoneros, una historia, se enfrenta a la problemática de representar la participación de una mujer en una organización que practicaba la lucha armada en los años 60 y 70 en Argentina.
4. La representación de la militancia femenina en Montoneros, una historia (1995) de Andrés di Tella
4.1 A modo de introducción
El origen de Montoneros, una historia – según el mismo director – tiene que ver con la película Desaparición forzada de personas que Di Tella filmó para Amnesty International en 1989 (Di Tella/Firbas/Monteiro 43-4). Mientras que para esa película Di Tella sí se animó a hablar con ex detenidos-desaparecidos de la experiencia carcelaria y de la tortura, no se atrevió a preguntar si los entrevistados habían participado en un movimiento armado –considerando este tema en aquella época como “un tabú muy fuerte, no personal, sino social” (44). Es decir, Desaparición forzada de personas se puede considerar como formando parte de la primera etapa de la memoria de la última dictadura militar en Argentina en el sentido de que enfoca únicamente la violación de los derechos humanos y no toca la militancia de los ex detenidos-desaparecidos. Este tabú de la militancia socio-política de una gran parte de los desaparecidos Di Tella lo encara con el proyecto fílmico de contar una historia –de las muchas posibles – de la militancia montonera. Como hilo conductor le sirve el testimonio de Ana Testa21 – una ex militante montonera de bajo rango– en el que se centra Montoneros, una historia. Del entorno personal de Ana, Di Tella da la palabra a los padres de Ana tanto como a un antiguo profesor de ella, de nombre José “Rolo” Miño. Además aparecen y dan su testimonio otros ex-montoneros y montoneras22 y el historiador Roberto Baschetti. Además, para narrar la militancia montonera, Di Tella se sirve de abundante material de archivo, como noticieros de la época o propagandas políticas de la dictadura, por ejemplo.
Es decir, la película consta de una gran cantidad de distintos fragmentos que están ordenados cronológicamente por núcleos temáticos: la película empieza a indagar sobre los fundamentos de la militancia y pasa luego a la ruptura con Perón, la vida en la clandestinidad, al secuestro por los militares, al encarcelamiento y la tortura y a la vuelta a la libertad. Estamos de acuerdo con Aprea quien diferencia tres voces que se contraponen dentro de los distintos fragmentos que se dejan agrupar bajo los núcleos temáticos mencionados. Por un lado, Aprea distingue la voz de Ana y de sus familiares que se presentan desde la cotidianidad y en un tono casí íntimo. Con Ana – cuyo testimonio le da cohesión a la película estando presente en todos los núcleos temáticos – recorremos distintos lugares que fueron de importancia para su militancia: vamos a la casa de sus padres en su pueblo natal San Jorge en la provincia de Santa Fe, donde creció; la vemos volver al hospital donde nació su hija y también se la filma en un lugar de encuentro importante para los militantes montoneros en aquella época. Esta narración de la militancia desde lo personal, y a veces desde lo anecdótico, se contrapone a dos voces más: una es la de los represores – expresada a través de imágenes de archivo – mientras que la otra es la de la línea oficial de la organización Montoneros expresada, a su vez, a través de comunicados, documentos internos y volantes que reivindican la violencia revolucionaria y, sobre todo, expresada a través de los ex-militantes que defienden de alguna manera la línea política de los montoneros (véase Aprea 101).
4.2 La erotización del porqué de la militancia femenina
Dentro de estos ex-militantes cabe Ignacio Vélez, uno de los fundadores de Montoneros en Córdoba (véase Diana 377; Lanusse 157-161;191-217). Vélez, quien aparece reiteradamente durante los primeros 20 minutos de la película, explica acerca de los principios de su militancia que “venía de los grupos cristianos23” y, que como tales decían, que “el deber de todo cristiano es ser revolucionario” y que “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución.”24 Luego, añade que le tocaba mucho “toda una ideología nacionalista [de los Montoneros] que estaba muy simbolizada […]: la bandera, el escudo […], la patria.” Lo que pensaban él y sus compañeros de la militancia en aquella época, lo resume de la manera siguiente: “Nosotros sentíamos eso, ¿no es cierto? Ahí es necesario pegar un grito […]. Es necesario decir que estamos vivos, que queremos luchar, soñar por una Argentina mejor y jugarnos en esa.” Es decir, la militancia de Vélez queda descrita como de base cristiana y se crea un nexo entre la lucha armada de un militante masculino y el bienestar de la nación argentina. Vélez recurre a las armas por el bien de la nación argentina.
En un primer momento, la militancia de Ana parece explicarse de una manera muy similar como en el caso de Vélez. Ana también subraya la importancia que tuvo el cristianismo renovador – en su caso encarnado por el padre Carlos Mugica25 – para su militancia. En su testimonio describe el contraste que formaban la Iglesia Católica tradicional que no aceptaba dudas ni preguntas por un lado, y un cristianismo renovador que se abrió a las dudas que tenían los jóvenes como Ana en aquella época por el otro lado:
[…] la monja se enojó conmigo y […] me sacó de la clase de religión por ser una irreverente que me animaba a preguntar sobre un misterio de la Iglesia. Entonces, bueno, entre esa monja que me daba esa explicación y este cura [Carlos Mugica] que me abría el mundo y que no tenía ningún tapujo en contestarme cualquier pregunta que yo le hacía, había un abismo.
Sin embargo, en lo siguiente, la descripción de las causas de la militancia de Ana difieren considerablemente de las que se alegan en el caso de Vélez. Primero, se habla sólo muy someramente de las bases político-ideológicas de la militancia de Ana – admitiendo que en el caso de Vélez tampoco tenemos un análisis (político) profundo del porqué de su militancia. Ana explica que, cuando tenía 17 años, ella tenía “un hermosísimo mundo en el cual creer.” Sin embargo, no se especifica de qué índole debía ser este mundo ni según qué principios debía estar formado. En otro momento, Ana aclara que creía en la posiblidad de modificar el mundo a través de las armas considerando la violencia de los montoneros como mera respuesta a la violencia del sistema dictatorial. Eso – la creencia en un hermosísimo mundo utópico y el uso de la violencia como respuesta a la violencia – es todo lo que se nos transmite a través de la misma Ana sobre sus convicciones socio-políticas en la década de los 60.
José Miño, el antiguo profesor universitario de Ana, que la conoce desde que ingresó a la facultad en los años 60, tampoco proporciona más información en ese respecto. Di Tella nos presenta a Miño sentado en un escritorio con un cuadro de fotos de Juan y Eva Perón en la mesa –la foto de Juan Perón se ve entera, la de Evita sólo parcialmente. Las fotos dan a la cámara y al espectador, respectivamente. Suponiendo que todos colocáramos las fotos de tal manera que las podamos ver nosotros que estamos sentados en la mesa y no nuestro interlocutor que está sentado en frente, aquí, la puesta en escena se vuelve evidente y las fotos en la mesa califican a Miño como partidario de Perón – cosa que nos parece notable tomando en cuenta el empeoramiento de la relación entre el peronismo de izquierda en el que se insertan los montoneros y Perón poco antes de la muerte de éste en julio de 1974 (véase por ejemplo Gillespie 144-51).
En la parte del testimonio de Miño que Di Tella incluyó en la película no se nos da ninguna información sobre el compromiso político de Ana o su manera de encarar el mundo en aquella época. Ni siquiera nos enteramos de la materia que Ana eligió como estudio universitario. Lo que subraya Miño en la parte de su testimonio que vemos, es la belleza física de Ana, dice: “Ana recién ingresaba a la facultad. Una de las características físicas [de ella] era que fue y es muy bonita y era un poco la mina26 [el énfasis es de Miño].” Mientras Miño dice estas palabras vemos dos fotos: la primera muestra a Ana junto con otras chicas de su edad posando para la foto, paradas una detrás de la otra y poniendo la mano en el hombro de la chica delantera. En la segunda foto, Ana aparece sola, de perfil y con la cara apoyada en el tronco de un árbol, medio coqueta y sonriendo. Las dos fotos demuestran la belleza física de Ana y dan todavía más peso a las palabras de Miño: Ana queda retratada como una estudiante joven, físicamente muy atractiva, que no tenía mucha idea de política ni de militancia pero que les gustaba a todos los hombres.
Esta imagen de la chica guapa pero completamente apolítica queda confirmada a través de los fragmentos que Di Tella elige del testimonio de Ana e incluye en la película. En un momento, filmada de perfil y conduciendo un auto, Ana explica que militó con los montoneros – y no, por ejemplo, con el Partido Comunista – porque le gustaron más los chicos que formaban parte de los montoneros. Según ella, estos simplemente eran más atractivos físicamente. Dice: “Creo que si me gustaron más los Montoneros era porque había chicos más churros27 que en el PC, por ejemplo, que eran todos unos gorditos horribles llenos de granos.”
En otro momento, Di Tella filma a Ana en San Jorge desde la terraza de un edificio alto (véase entrevista). Con la iglesia que se ve en el fondo y que fue de gran importancia para los principios de su militancia, Ana considera que en la época de los 60 y 70 “el amor, la política, los afectos, estaba todo mezclado.” En lo siguiente, cuenta que se enamoró de Juan Carlos Silva – un destacado militante montonero28 – con quien se casó y tuvo una hija. Dice: “Yo sentía que me había enamorado del chico más lindo que había, no? Que era un morocho que estaba refuerte. […] Ese día había sido una especie de flechazo: él estaba en una tribuna hablando y yo era público. Pero era un público que evidentemente me destacaba; porque el me vió y yo lo vi.” Es decir, en los fragmentos del testimonio de Ana que vemos en este contexto, ella destaca la belleza física de Juan y sólo nos enteramos de que está “hablando” sin saber de qué – cosa que pone en un segundo plano los contenidos del discurso, y por lo tanto, la militancia de Juan, y subraya la atracción física entre los dos. Además, en la escena que Ana describe, Juan está en una tribuna, en lo alto, dando a conocer sus ideas, su punto de vista, su ideología, mientras que ella, formando parte del público, lo escucha desde abajo. Es decir, reforzado por las relaciones espaciales, se da una relación de hombre admirado –Juan– y mujer que admira – Ana.
También vale la pena detenerse en cómo Miño, en la escena siguiente, siempre sentado en su escritorio, comenta la relación de Ana y Juan. Dice: “el Negro […] estaba con la mina [el énfasis es de Miño]. Entonces era un poco la reivindicación de todos los negros peronistas, como nosotros, en ese momento […] tenía la mina.” Con estas palabras, Miño atribuye a Ana un papel de puro adorno: Ana es la mujer físicamente atractiva y Juan la “tiene”. Ana es convertida en un objeto de prestigio sin nombre propio que se posee. Y es más, el hecho de que Juan, un negro, “un morocho” – como dijo Ana –, “tenga” a Ana – de clase media y de tez blanca– revaloriza el estatus social de Juan y – según Miño – reivindica “a todos los negros peronistas” en ese momento.
O sea, tanto a través de los fragmentos del testimonio de Ana, elegidos por Di Tella, como en lo que dice Miño, se crea un nexo entre la militancia de Ana y la atracción física que ella experimentaba hacia los militantes masculinos y viceversa. Describiendo la militancia de Ana como íntimamente ligada a la militancia de su marido Juan, se crea un nexo entre la militancia y el amor. No queremos decir de ninguna manera que un tal nexo entre militancia y amor no haya existido. Por el contrario, muchos militantes subrayan que la militancia fue un proyecto de vida que englobaba todo, también la pareja (Actis/Aldini/Gardella 63, 250; Diana 436; Pozzi 241; Saidón 51) y en este sentido estamos totalmente de acuerdo con Ana cuando dice “el amor, la política, los afectos, estaba todo mezclado.” y nos parece un logro importante de Montoneros, una historia de desideologizar de alguna manera la militancia y de plantear una militancia mucho más centrada en las relaciones humanas.
Sin embargo, salta a la vista que en la representación de la militancia de Ana se ponga tanto énfasis en esta militancia ‘por amor’ que parece implicar que Ana no tenía conciencia ni capacidad de discernimiento propios (véase también Pozzi 226) mientras que en la representación de la militancia de Ignacio Vélez, por ejemplo, lo contrario es el caso. Un tal nexo entre militancia y amor queda simplemente omitido – cosa todavía más llamativa tomando en cuenta que Vélez y su novia Cristina Liprandi también militaban juntos en el mismo grupo (véase Lanusse 158; Diana 377) y que según Pozzi “existen tantos o más ejemplos de hombres que se incorporaron a la guerrilla siguiendo alguna mujer” (226, nota 21). Es en este sentido que en Montoneros, una historia queremos hablar de una erotización del porqué de la militancia femenina.
4.3 Diferentes modelos de militancia según el género
No sólo hay una diferencia en cómo se explica el porqué de la militancia de la mujer y del hombre en Montoneros, una historia; también encontramos modelos diferentes de la práctica de la militancia que difieren según los géneros. En este contexto, nos parece de gran utilidad ahondar en el contraste que se crea entre la representación de la militancia como la practica Ana y como la practica Juan, su marido. Ya vimos que Juan es retratado haciendo foco en la ideología: da un discurso en una tribuna. Ana es la que queda impresionada por Juan y que se pone a militar porque le gustaron los chicos. Esta imagen de Ana como una especie de militante ‘light’ y de Juan como militante hecho y derecho se confirma en varios momentos de la película.
Cuando Juan y Ana ya estaban viviendo en la clandestinidad, en un momento, en plena noche, tuvieron que huir porque el ejército estaba rodeando la casa en la que habían encontrado refugio. En este contexto Ana cuenta que tuvieron que saltar tapiales y que pasó lo siguiente: “Juan me agarraba de los brazos y me tiraba. […] cuando me miré las piernas tenía las rodillas absolutamente ensangrentadas de las raspadas de las paredes. Cuando teníamos que saltar hacia el segundo lote, para el segundo tapial, yo le dije: ‘Juan, acá me rindo. Yo me entrego.’ Y Juan apunta el 45 y me dijo: ‘Si te entregás te mato acá.’” Ana admite que “parece una cosa muy dura” porque “realmente era Juan, la 45, Juan arriba de un techo, apuntándo[le] en la cabeza, diciéndo[le]: ‘Si te entregás te mato,’ y agarrándo[la] de los brazos.” Sin embargo, recuerda este acto como “un gesto de amor” considerando que es una de las cosas que le permite estar con vida.
El impacto que tiene esta narración de la fuga se refuerza a través de material fílmico en blanco y negro que Di Tella intercala en el testimonio de Ana. Después de que Ana dijo “cuando me miré las piernas tenía las rodillas absolutamente ensangrentadas de las raspadas de las paredes”, Di Tella nos muestra – durante dos segundos y sin sonido – un muro de ladrillos filmado desde el suelo de arriba hacia abajo. Es decir, con la cámara, Di Tella de alguna manera, imita el movimiento de Ana que le causó las raspadas mientras subía el muro. Estas imágenes permiten al espectador meterse en la piel de Ana, identificarse con ella, y le dan tiempo para imaginarse el dolor y la desesperación que ella sentía.
Los papeles que se les asignan a Ana y a Juan en este relato de la fuga están claramente definidos: Ana es la mujer físicamente vulnerable que necesita la ayuda del hombre para superar el obstáculo del muro y aún con esta ayuda – Juan la agarra y la tira – no tiene la fuerza suficiente y quiere rendirse. Es decir, aparte de no tener la suficiente fuerza física tampoco tiene la suficiente fuerza moral para seguir huyendo con las piernas lesionadas. Y otra vez Juan ‘la ayuda’ con un gesto muy drástico: apunta la pistola a la cabeza de Ana y la amenaza de matarla en el acto si se rinde. O sea, Juan es el militante fuerte, tanto física- como moralmente. No acepta la rendición – ni de su parte ni de la parte de Ana –, lucha hasta el final y no vacila en recurrir a métodos extremos. Ana, por el contrario, queda retratada como una militante que contrasta con esta imagen del militante invencible e intransigente; en la imagen que Montoneros, una historia nos presenta de ella, Ana no es ajena al dolor y demuestra debilidades. Esta imagen – junto con el gesto fílmico arriba descrito que facilita la identificación del espectador con Ana – permite que el espectador se identifique más fácilmente con esta ‘militancia femenina’ que con la ‘militancia masculina’, encarnada por Juan.
Esta actitud, de estar dispuesto a luchar hasta lo último y de no aceptar la derrota, también queda demostrada a través del hecho de que Juan no quiere dejar de militar – no importa lo difíciles que sean las circunstancias. Para Ana, al contrario, llegó el momento en el que no quería saber más nada de los montoneros. No se dice explícitamente, pero lo que motivó probablemente el abandono de la militancia, por parte de Ana, fueron las circunstancias que reinaban en aquel entonces y que Ana describe de la siguiente manera: “Cada vez había más compañeros muertos. La represión feroz de la dictadura hizo que los montoneros, en vez de replegarse, entraran en escala militar en la que solo podíamos perder.” La siguiente declaración de Ana, el espectador sólo la puede entender como una consecuencia de lo anterior. Ella dice: “Yo ya había hecho una ruptura total. Yo quería vivir como un ser humano normal, y tenía la sensación de que no iba a poder vivir nunca como un ser humano normal. Con Juan” – sigue aclarando – “no había manera de negociar eso: Juan se quedó un año y medio a ver cómo se enganchaba hasta que se engancha.” En esta situación – Juan quiere seguir militando sí o sí, Ana de ninguna manera – Juan decide que no pueden seguir viviendo juntos por una cuestión de seguridad. Ana describe su reacción con las palabras siguientes: “Yo no lo podía entender porque yo seguía absolutamente enamorada de este tipo, y él también […].” Es decir, Juan queda retratado como una persona cuyo incontestado centro de vida era la militancia y quien – contrariamente a Ana – subordinaba absolutamente todo a esta militancia. La misma Ana resume estas diferentes actitudes frente a la militancia de la manera siguiente:
él [Juan], realmente, era un profesional, yo podía hacer cualquier cosa, no? […] el realmente era un tipo, su vida la había organizado para la militancia. El pensaba las 24 horas en la militancia, cuando dormía también, y para descansar jugaba al ajedrez sólo, por ejemplo. Estudiaba jugadas magistrales de ajedrez […] para relajarse. Era un poco distinto a mí.
En este fragmento del testimonio de Ana que Di Tella nos muestra ya avanzada la película, Ana describe las diferentes actitudes frente a la militancia muy claramente. Mientras que califica a Juan como “un profesional”, dice de sí misma que “podía hacer cualquier cosa”. Es decir, Ana queda representada no sólo como una persona que no aceptaba seguir militando bajo condiciones de cualquier tipo, sino también como una especie de ‘militante light’, como una ‘militante de ocasión’ que en realidad “podía hacer cualquier cosa.”
Sin embargo, en este mismo fragmento del testimonio de Ana, esta imagen de Juan como militante “profesional” que siempre tenía todo bajo control y que ayudaba a Ana en situaciones de gran peligro se relativiza. Ana cuenta que después de haberse trasladado de Santa Fe a Buenos Aires para escapar de la represión es Juan el que “entra como en crisis” y es Ana que le tiene que decir: “Mirá, loco, acá hay que laburar,29 tengo guita30 para pagar un mes de pensión. Y después, ¿qué hacemos?” Nos enteramos que Ana buscó empleo de un día para el otro. O sea, en lo que es garantizar la sobrevivencia económica de los dos –es decir en la parte más práctica de la militancia – Ana se representa como la que decide y actúa para los dos: ella sale a buscar trabajo para ganar dinero – hecho más significativo todavía tomando en cuenta que ‘ganar dinero’ en un matrimonio en sociedades patriarcales es considerada tarea del hombre.
En lo que tiene que ver con la crianza de Paula, la hija que Juan y Ana tienen en común, también es Ana la que toma las decisiones finales y domina, por lo tanto, una parte importante de la militancia de Juan y Ana en cuanto pareja. En este contexto, primero es necesario aclarar que la crianza de los hijos era considerada como una parte fundamental de la militancia. Nilda ‘Munú’ Actis Gorreta, una militante de bajo rango como Ana, lo formula de la manera siguiente: “[la militancia] era un proyecto lleno de ideales que englobaba nuestras vidas, era el eje sobre el que se asentaba lo que éramos y lo que queríamos ser: el estudio, el trabajo, la pareja, los hijos… [el subrayado es nuestro]” (Actis/Aldini/ Gardella 63). En el ensayo “Moral y proletarización”, el PRT-ERP plantea que tener hijos e hijas forma parte de la vida militante; se considera que educarlos es “tan importante como cualquier otra tarea político-militar –pues se trata nada menos que de la educación de las futuras generaciones revolucionarias” (Ortolani 101). En el mismo texto, no sólo se especifica que la crianza de los hijos es tarea de la pareja militante en común sino que además debía ser una crianza en colectivo:
La crianza de los hijos es una tarea común de la pareja y no sólo de la pareja sino del conjunto de compañeros que comparten una casa. Al respecto, debemos promover activamente una nueva actitud. Cuando se habla de compartir en el seno de la casa común no sólo la actividad político-militar del grupo, sino el estudio, la utilización del tiempo libre y las tareas comunes, de la vida cotidiana, estas tareas comunes deben incluir la tarea superior de la crianza de los hijos de los compañeros que comparten la casa. (Ortolani 101)
Esta idea de la crianza de los hijos en colectivo Ana también la expresa en Montoneros, una historia, explica: “los hijos debían ser criados ante la muerte, digamos, la desaparición […] de alguno de nosotros […] con otro compañero para que este chico creciera en la moral revolucionaria, con la moral revolucionaria, en una familia revolucionaria.”
Sin embargo, para los chicos, compartir la vida de militancia de sus padres también implicaba riesgos que crecían con la represión cada vez más feroz durante la dictadura militar. Ana cuenta que “en esos términos discutimos como una semana con el papá de Paula y el papá de Paula quería que Paulita siguiera con nosotros.” Ana no está de acuerdo con esta idea y es ella la que toma la decisión final. El fin de la discusión con Juan lo resume de la siguiente manera: “Hasta que yo dije ‘¡No!’, Paulita se va a mi casa paterna sí o sí.”
Es decir, a pesar del papel decisivo que Juan desempeña en la vida de militante de Ana, en lo que respecta a la crianza de su hija, es ella quien decide cómo van a proceder. Por un lado se revisa en un cierto grado la imagen de la estudiante joven e ingenua que depende de Juan y que se une a una organización que practica la lucha armada porque le gustaban los chicos que militaban en ella: Ana defiende un punto de vista propio, lo opone al de Juan y termina por imponer su voluntad. Es decir, Ana aquí es representada según el estereotipo de la mujer que protege y ampara. Al mismo tiempo, se confirma que en la práctica de la militancia la crianza de los hijos seguía siendo tarea de las mujeres aunque –por lo menos teóricamente– se reivindicaba una responsabilidad compartida (véase también Diana 20-2; 33).
Resumiendo, podemos decir que los diferentes modelos de militancia que se atribuyen al género masculino y femenino – encarnados por Juan y Ana – son los siguientes: Juan, el hombre, de gran fuerza física y moral, es el militante hecho y derecho cuya vida está regida por la militancia sin límites. Ana, la mujer, se representa como una militante de poca convicción ideológica, física- y moralmente dependiente del hombre que, sin embargo, es la más fuerte en lo que respecta a los lados más bien prácticos de la militancia que aquí consisten en la crianza de los hijos y el garantizar la sobrevivencia económica de la pareja.
5. Conclusión
Vimos que Juan es representado como el varón militante serio para el que sólo existe blanco y negro, su lema es ‘militancia o muerte’ – la posibilidad de la derrota no existe. La representación de Ana que nos brinda Montoneros, una historia, se basa en dos estereotipos: por un lado, Ana queda representada como la mujer erotizante que es el objeto de la mirada admiradora de los hombres – ella es la mina que les gustaba a todos los hombres y Juan la posee. Por el otro lado, Ana también es la mujer y la madre que ampara y protege: cuando Juan entra en crisis, ella garantiza la sobrevivencia económica de la pareja; cuando tienen que vivir en la clandestinidad, ella es la que protege a la hija mandándola a vivir con sus abuelos paternos.
Esto también implica que Ana es representada como militante mucho menos categórica que Juan y para nada ideologizada teniendo sus fuertes en los lados prácticos de la militancia. En este contexto estamos de acuerdo con Ruffinelli quien considera que Di Tella en Montoneros, una historia, más que nada a través de Ana, logra “calibrar la circunstancia humana de los militantes” (290). Esto nos parece un logro todavía más importante de la película tomando en cuenta que ésta se termina en 1995 – año en el que todavía predominaba la imagen de la guerrilla dispuesta a matar ciegamente para imponer sus metas, propuesta por la teoría de los dos demonios. A esta imagen, Di Tella le opone con mucho éxito la historia de Ana.
El hecho de que Di Tella recurra a los dos estereotipos – el de la mujer objeto erótico y el de la mujer que protege y ampara – para la representación de la militancia de Ana, demuestra que la militancia de mujeres, por lo menos en esta primera película sobre la militancia, en esta época sólo se deja leer a través de categorías ya establecidas y hasta entonces con fuerte vigencia en cuanto al papel de la mujer en la sociedad. Di Tella no representa a Ana ni como una delincuente ni como una heroína, como dijo Marta Diana en la cita de entrada. Resuelve la problemática de la representación de una mujer que fue miembro de una organización que practicaba la lucha armada a través del estereotipo de la mujer erotizante. La mujer se libera de toda responsabilidad en el sentido de que militó por amor, contrariamente al hombre que militó por convicción ideológica. Consideramos que esta representación de Ana como mujer erotizante y la resultante distinción entre una militancia femenina por amor y una militancia masculina de motivación ideológica implica no sólo una humanización de la militancia en general, sino también una limitación de la militancia de las mujeres. Se les niega haber optado por la militancia desde una convicción propia y se descartan otros modelos de militancia practicada por mujeres como quedan expresados, por ejemplo, en el testimonio de la ex-militante montonera Sonia Severini quien dice lo siguiente acerca de las causas de su militancia: “El mundo estaba en ebullición y pensé que luchar era una posiblidad de terminar con las injusticias. Por eso empecé a militar en aquella época, no porque hubiera leído El capital” (Ciollaro 143).
Footnotes
1 Este artículo fue publicado originalmente en la compilación De patrias y matrias, editada por Sebastian Thies.
2 Para un estudio detallado de los efectos del informe Nunca más véase Crenzel.
3 La sentencia que se dictó el 9 de diciembre de 1985 condenó a algunos integrantes de las juntas militares a severas penas por delitos de lesa humanidad, incluyendo la prisión perpetua a los principales reponsables.
4 Una representación artística de esta figura de víctima inocente del desaparecido consiste en las siluetas que organismos de derechos humanos pusieron, por ejemplo, en la alambrada de la Escuela Mecánica de la Armada –la ESMA, el más emblemático centro clandestino de detención de la última dictadura militar en Argentina.
5 En 1989 se produjo el primer incidente hiperinflacionario que disparó el crecimiento de los precios a niveles nunca antes registrados: mientras que en febrero de 1989, la inflación era del 9.6% mensual, en mayo alcanzó el 78.4%. La hiperinflación de 1989 llevó la pobreza de 25% a comienzos de 1989, al record histórico de 47.3% en octubre del mismo año (INDEC).
6 Un estudio detallado sobre la historia de la organización H.I.J.O.S. se encuentra en Bonaldi o Calandra.
7 Por un ‘escrache’ se entiende una “denuncia popular en contra de personas acusadas de violaciones a los derechos humanos o de corrupción, que se realiza mediante actos tales como sentadas, cánticos o pintadas, frente a su domicilio particular o en lugares públicos” (Academia 298).
8 En los ‘vuelos de la muerte’ los detenidos-desaparecidos eran drogados y luego arrojados vivos al mar.
9 Los Juicios por la Verdad se llevan a cabo a partir de 1998, primero en la Cámara Federal porteña y luego también en las de Bahía Blanca, La Plata, Córdoba, Mendoza, Mar del Plata y Santa Fe. Los Juicios por la Verdad se pueden considerar como una especie de compromiso: por un lado, se proponen investigar lo que pasó con los desaparecidos reconociendo a los familiares de los desaparecidos el derecho a la verdad como parte de su identidad. Por el otro, se trata de un procedimiento de investigación sin efectos penales (Schindel 114-116; Ginzberg 34-35; CELS 8-12).
10 Algunos de los trabajos que a mitades de la década de los 90 enfocan la experiencia de la militancia en los años 60 y 70 son: Anguita/ Caparrós, Baschetti, De la guerrilla, Diana, Feinmann, Ollier, Santis, Zapata, la revista Los 70. Política, cultura y sociedad en los 70.
11 Para más información acerca de las diferentes propuestas para la creación de un Museo de la Memoria en el predio de la ESMA véase Brodsky.
12 Algunas publicaciones que surgen en este contexto son: Baschetti, La memoria, Gutmann, Lanusse, Pozzi, Sadi, la revista Lucha armada en la Argentina.
13 Pablo Belzagui compiló todas las intervenciones que se dieron a partir de la carta de Del Barco y las publicó –junto con la misma carta y la entrevista a Jouvé– bajo el título Sobre la responsabilidad. No matar.
14 Luis Ortolani –llamado “el Nono”– publicó “Moral y proletarización” bajo el seudónimo de Julio Parra en la revista La Gaviota Blindada, n° 0 hacia julio de 1972.
15 Sin embargo, sería equívoco pensar que las mujeres que militaban en los años 60 y 70 en su mayoría hubieran militado desde una posición netamente feminista con la meta principal de cambiar la relación entre los géneros. En un estudio en el que María Rosa Valle y Graciela Destuet enfocan la militancia de mujeres en las décadas de los 60 y 70 en Argentina las autoras llegan a la conclusión de que ninguna de las mujeres entrevistadas “se describió como feminista, ni tampoco participaron en grupos feministas o tuvieron acceso a escritos y bibliografía feministas” (424). De la misma manera, Karen Kampwirth, en su trabajo Women & Guerrilla Movements considera lo siguiente: “The vast majority [de las mujeres entrevistadas] joined the revolutionary coalitions so as to live in freer countries and to have more options in life, as did their male conuterparts” (6). Kampwirth concluye que las razones por las que las mujeres militaban casi no diferían de los que alegaban los hombres para su militancia (6).
16 Una ex-militante del PRT-ERP, en este contexto, refiere el caso de Susana Pujals –una de las iniciadoras del PRT– que tuvo que luchar mucho por ser respetada en reuniones con responsables nacionales (Pozzi 233-34).
17 Algunas publicaciones que tienen como eje central la memoria de la militancia femenina son: Andújar/ D’Antonio/Domínguez, Ciollaro, Diana, Giussani, Saidon.
18 Este hecho también fue aprovechado por las organizaciones armadas que mandaron mujeres vestidas de una manera seductiva –por ejemplo en minifalda– a “hacer alguna maniobra distractiva” (Oberti 271).
19 Para la representación de la teoría de los dos demonios en La república perdida II véase también Aprea 98-100.
20 Para un análisis detallado de Cazadores de utopías véase Aguilar.
21 Ana y su familia son los únicos de cuyo apellido no nos enteramos en la película y estamos de acuerdo con Aprea quien considera que esto “le confiere un carácter emblemático a la biografía” en el sentido de que “ella narra la experiencia de una generación militante” (101, nota3).
22 Se trata de Roberto Perdía, Graciela Daleo, Ignacio Vélez, Topo Devoto, Jurge Rulli, Chiqui Falcone, Domingo Godoy, Mario Villani y Victor Basterra (según el orden de aparición en la película).
23 Vélez formó parte del Movimiento Universitario Cristo Obrero (MUCO) (véase Lanusse 159). El hecho de que Vélez haya empezado a militar en un grupo cristiano no constituye ninguna excepción. Lanusse considera que “casi todos los jóvenes que durante 1970 confluyeron en la organización Montoneros, provenían del campo reformador de la Iglesia Católica” (68).
24 La frase es de Camilo Torres, un sacerdote colombiano, quien fue pionero de la Teología de la Liberación y miembro del grupo guerrillero Ejército de Liberación Nacional (ELN) (véase Magne 80).
25 Carlos Mugica fue miembro del Movimiento de Sacerdotes para el tercer mundo y como tal propugnaba “el socialimso en la Argentina como único sistema en el cual se pueden dar relaciones de fraternidad entre los hombres” (Mugica 1973). Mugica tuvo una importante influencia en la formación ideológica de muchos jóvenes en los 60 y 70 en Argentina, dentro de ellos Fernando Abal Medina, Carlos Gustavo Ramos y Eduardo Firmenich que formaron parte de uno de los grupos madre de los que originó Montoneros (véase Gillespie 56).
26 El término la mina’ significa la mujer’ y pertenece al lunfardo.
27 Hoy en día ya medio anticuado, el término más churro’ pertenece al habla coloquial argentino y “se dice de la persona de apariencia física muy atractiva” (Academia 233).
28 Silva fue responsable del Frente Estudiantil en la Juventud Universitaria Peronista (JUP) de la Columna Chaco (véase Baschetti, La memoria 214).
29 El término ‘laburar’ significa ‘trabajar’ y pertenece al lunfardo.
30 El término ‘guita’ significa ‘dinero’.
Filmografía
1973, Un grito del corazón. Dir. Liliana Mazurre, 2008.
Cazadores de utopías. Dir. Coco Blaustein, 1996.
El tiempo y la sangre. Dir. Alejandra Almirón, 2004.
Errepé. Dir. Gabriel Corvi y Gustavo de Jesús, 2004.
Gaviotas blindadas I, II, III. Dir. Aldo Getino, Laura Lagar, Monica Simoncini, Omar Neri y Susana Vazquez, 2006-2008.
La historia oficial. Dir. Luis Puenzo, 1985.
La noche de los lápices. Dir. Héctor Olivera, 1986.
La república perdida II. Dir. Miguel Pérez, 1986.
Los perros. Dir. Adrián Jaime, 2004.
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