Nicolas de Ribas,
Université d’Artois, France
Abstract
Numerous works of enlightened Jesuits from Latin America testify of an interest for the question of Independence. To think of the subcontinent and to write it establish a mirador grace in which the Jesuits analyze the weaknesses, the dreams, the faults, the events, and the happiness to come from the people of the New World. The total exile, far from the native country, far from the family, at an infinite distance of America, implies a hardship of the political rights for monks considered dangerous for the city and its political system. This situation engenders a concern of intellectual innovation and feeds a vindictive patriotism becoming confused with the militant jesuitism of the exiles. The writing is then going to oscillate between demonstration of a universal reconquest of human rights, and expression of strictly national concerns.
Introducción
A lo largo de su historia, en América como en otros territorios, la pedagogía jesuita apostó por el hombre y actuó para que desarrollase todas sus capacidades en campos, asignaturas diferentes como las ciencias, las artes, la literatura, y el conocimiento de Dios. Gracias a una sabia dosificación de severidad y de halagos, los Padres jesuitas supieron de manera admirable exigir y obtener de sus alumnos una suma de erudición, y una educación muy formal, casi mundana. [1] Esta pedagogía se dirigió también a formar a un hombre libre, al servicio de los demás y de su tiempo, y no a un hombre ávido, deseoso de su futuro personal. Pero la espiritualidad ignaciana también permitió a los jesuitas americanos, expulsados del Nuevo Mundo en 1767 a Italia, integrarse en la comunidad cultural de la bota, pero, sin olvidar el fundamento de la conciencia de sí mismo que se sitúa en la relación que la existencia establece con Dios, su creador. [2]Los exiliados representan así, sin parar, a la Divinidad por encima de la condicion humana, como un bienhechor que ejerce su poder con razón y humanidad, un bienhechor que va a ayudarles a luchar y vencer la adversidad impuesta por el rey Carlos III de Borbón.
El tiempo de las desilusiones, la nostalgia de los lugares abandonados, la defensa no sólo de intereses comunes sino de un patrimonio cultural propio, llevaron a los hombres de negro a agruparse, a construir una nueva identidad a través de panfletos, cartas o poemas. Desde la península itálica, los escritos se multiplican entonces, no sólo en el momento del exilio, sino también unos años después. El análisis del contenido de estos innumerables órganos de expresión demuestra entonces la originalidad de los pensamientos y sobre todo de las sensibilidades que deben mucho a la experiencia de la vida jesuítica . Despejan y acentúan los mitos. En estos escritos polimórficos, el tema de la migración se confunde con los de la adaptación cotidiana, la esperanza de una vuelta a América y la construcción identitaria. Pero, ¿a qué se debe la integración jesuita? ¿Cómo se desarrolla durante el exilio forzoso y cómo se estructura una nueva identidad americana? Estas son las preguntas que plantean los manuscritos de los jesuitas que rechazan su estatuto de víctimas.
La comprobación de cada uno de ellos es sencilla: el hecho colonial es peligroso para los habitantes del Nuevo Mundo, envilecidos por los órganos de poder y un sistema cuyas bases doctrinales se oponen a diario a una perspectiva humana y auténtica. Siempre es un sistema violento, un programa consciente de desorganización de la sociedad que se preconiza. Para la Corona española, el colonizado tiene que permanecer estructuralmente un infra-hombre, sino la lógica colonial no funcionaría. Mientras no se realice la independencia, mientras los principios y los valores universales no se apliquen, mientras la coacción externa a la liberación no se acabe, los jesuitas americanos se lanzan a la búsqueda de la cultura de emancipación, e intentan desarrollar comportamientos coherentes. Entonces, después del estudio del rechazo común de aceptar lo arbitrario y de la aprensión de su cultura religiosa como identidad primaria, que les abre los centros de saber de Italia, explicaremos los razonamientos de la comunidad ignaciana en cuanto al colonialismo, y por fin, analizaremos la literatura jesuítica que exhuma los recuerdos de estos exiliados, y fabrica ideológicamente una identidad nueva para la futura América libre.
De la vuelta imposible a la inclusión socio-cultural
Indudablemente, la cultura jesuita no puede ser considerada como algo aislado, como un retoño lejano de la cultura colonial: se debe definir su especificidad, en la mezcla de las culturas territoriales y de las Luces, por la creación de un criollismo nuevo, diferente y original. Por cierto, estas tendencias literarias se manifiestan ya antes de la expulsión: numerosos autores, como por ejemplo Acosta en el siglo XVI, habían tenido la ambición de captar la temperatura colonial, y habían modulado el tema de la América plural, lugar de encuentros y de mestizajes. Pero en 1767, esta costumbre literaria desaparece, y sobrevive para crecer en Europa, donde las condiciones materiales de la vida intelectual se transforman bajo la pluma de varios nostálgicos. Todos van a trabajar el espacio americano y van a querer transformarlo en un territorio nacional. Los jesuitas del Nuevo Mundo se creían Españoles americanos, entienden que son a partir de ahora unos extranjeros y reivindican que quieren ser únicamente americanos. ¿Cómo volver a América, en sus ciudades y sus colegios? ¿Cómo integrar las esferas intelectuales italianas para emanciparse y crear una nueva América?
Nada más llegar, pues, los “extrañados” [3], como los llama el jesuita peruano Viscardo en su Carta del 30 de septiembre de 1777, tratan de compensar su destierro y su vana rehabilitación confundiéndose con el objeto perdido, la patria, su patria chica. Creen en la potencia de la escritura, convencidos de que sus razonamientos sólidos van a acarrear la clemencia de las autoridades. Para combatir la tristeza, primero, los jesuitas americanos tratan de aprehenderla como un mal y dominarla con la vuelta a América. Es esta desilusión la que suscita los combates en los cuales España y el amor de las Américas se oponen. Con esta dialéctica, el mensaje se dirige a los que tienen el poder, a los ministros y funcionarios, y para luchar contra éstos, los jesuitas los oponen la historia, la geografía, la tradición de su continente.
En dicha situación, asistimos a la constitución de un grupo de presión jesuita que se caracteriza por la confluencia de sus reivindicaciones y que pone en evidencia una primera identidad, la identidad religiosa, su identidad ignaciana. 87 jesuitas, llegados a La Spezia, en Liguria, reclaman juntos el 8 de abril de 1769 a Don Fernando Coronel, un comisario español en Boloña, la posibilidad de quedarse en la República de Génova. Su carta, firmada por cada uno de ellos, precisa que solicitaron al Papa Clemente XIII su dimisión, y que el Marqués de la Cañada les prometió que tomaría en cuenta los trámites de sus indultos apostólicos. Citamos:
Nosotros, que firmamos abajo, somos los jesuitas americanos que, con beneplácito y aceptación del exmo. Sr. Conde de Aranda, remitimos tiempo ha por mano del señor marqués de la Cañada nuestros memoriales y postulados a la Santidad del Papa difunto para obtener la dispensación y relajación de nuestras profesiones. [4]
Así que ante el inmobilismo de las autoridades españolas, las élites intelectuales jesuitas elaboran, después, un verdadero sistema de oposición y lanzan juntos un desafío belicoso. La cuestión de la integración de los desterrados se vincula en seguida a la cuestión del proceso de redefinición de identidades. En el contexto del desplazamiento forzoso, se apoyan entonces en una identidad comunitaria religiosa fuerte para esgrimir sus argumentos. Podemos citar al Director general de las Temporalidades, Manuel José de Ayala, que escribe a proposito de la coalición jesuita: “Por resoluciones de V. E. se han pasado a informe de esta Dirección varios memoriales de ex jesuitas americanos residentes en los estados pontificios, con la solicitud de que se les permita regresar a Indias, baxo diversos pretextos especiosos” [5] (Carta del 17 de agosto de 1769).
Los italianos de Roma, así como numerosos habitantes del Gran-ducado de Toscana y de la República de Génova, asisten progresivamente a una curiosa peregrinación, la repartición de los jesuitas españoles, filipinos y americanos que fundan comunidades en las principales ciudades, iniciando pues un proceso de redefinición identitaria. Unos documentos, entre los cuales la Carta del 27 de octubre de 1782 escrita por los hermanos Viscardo, José Anselmo y Juan Pablo, aluden a la migración jesuita:
Fueron a estudiar a Cusco con los jesuitas y después de ingresar a la misma congregación, fueron expatriados a Italia. Durante su largo y penoso exilio, hicieron todo lo posible por obtener que la Corte española les concediera el beneficio por lo menos de una pensión a cuenta de los bienes que les pertenecían en el Perú.[6]
Los discípulos de Ignacio de Loyola habían aprendido la importancia de memorizar el pasado y de apuntar los lugares y los acontecimientos importantes en los cuales habían experimentado sentimientos, conocimientos, consolación o desolación. Las menciones autográficas de Juan Pablo Viscardo, considerado como el precursor ideológico de las Independencias, no pueden disociar la dimensión ignaciana de la realidad del exilio forzoso. Así los escritos de este jesuita peruano se convierten en un auto-retrato identitario diseminado, como lo demuestran las expresiones “estudiante exjesuita peruano” (Carta de septiembre 1780) [7] o “estudiante que fue de la extinguida Compañía” (Carta del 28 de mayo de 1784). [8] Ecos de la vida de este jesuita y materiales de una cierta autobiografía, estas expresiones revelan cada uno los acontecimientos más trascendentales de este personaje.
La concentración geográfica de la intelligentsia jesuítica en exilio explica el número importante de redacciones epistolares que se caracterizan por un ardor de convencer, una creencia en la fuerza de la razón que pone de relieve un candor conmevedor ante el poder intratable. Unas voces, marcadas por el choque de la emigración, se desatan poco a poco pero se enfrentan al rehuso categórico de las autoridades en cuanto a la posibilidad de volver a América: “Tales pretensiones muestran con evidencia la vanidad, la puerilidad y la ridiculez de los motivos con que se intenta una dispensación de la pragmatic” (Carta del 17 de agosto de 1769) [9] précisa el Director General Ayala.
Al denigrar y rechazar las aspiraciones jesuitas, el funcionario Ayala escribe a propósito de la solicitud de un jesuita que se llama Ignacio Pietas:
que está agitado por un increíble deseo de sacrificarse en servicio de la Divina Majestad en el cultivo espiritual de la cruda nación araucana, sin que la interna vocación que le conmueve se dé por satisfecha con la disculpa de la debida obediencia a la pragmática sanción […]. En sustancia él desea volver a Chile, y cree lograrlo con la opinión de santo, íntimamente de ser rechazado como ex jesuita. [10]
Este jesuita, desestabilizado, aparece como un revoltoso. Así el gesto de escribir y la tentativa de hablar se superponen para alcanzar la vuelta a casa, ambición temeraria de toda la aventura jesuita.
La identidad ignaciana se debe entonces aprehender a la vez como una identidad individual, y como una identidad de grupo. Si cada alumno de Ignacio adquiere su identidad religiosa primaria como miembro de una comunidad, la identidad personal se refuerza en relación con la de grupo. La religión va a contribuir a crear identidades híbridas y cosmopolitas, y reafirmar e incluso endurecer antiguas identidades, reactivadas en la diáspora, a través del redescubrimiento de orígenes primordiales. En tales situaciones de conflicto con España y de precariedad en Italia, la religión parece ser una fuente particular de supervivencia. Numerosos son los que esperan que el régimen colonial desaparezca y que los pueblos americanos creen un nuevo orden democrático que debe emerger. El comunitarismo aparece entonces como un factor de cohesión identitario que se abre hacia el exterior, utilizando sin duda alguna la identidad con fines políticos.
Además, los jesuitas expulsos van a reabrir el expediente clásico de la acción cultural de la Sociedad de Jesús. Progresivamente, una cultura profesoral, que consiste en una atención precisa acordada a la transmisión de saberes, se abre de nuevo como prolongación de la identidad jesuita. Confrontados a la pérdida de sus orientaciones y al descubrimiento de un nuevo continente, algunos jesuitas aportan respuestas originales a una situación de crisis demostrando fuerzas insospechadas en el dominio artístico. El ex-jesuita Pedro Vivar sintetiza así en 1782 el desarrollo intelectual y manual de sus compañeros: “desde la expulsión, como se han visto privados del ejercicio de su profesión, no han tenido otro arbitrio para mejorar el amargo de sus estrecheces que dedicarse con el mayor tesón a los estudios y conocimientos de las artes liberales.” [11]
Debemos añadir que la comunidad ignaciana se abre también a prácticas sabias y mundanas que reflejan una osmosis entre los exIliados y el mundo de las élites sociales. El peruano Miguel García se convierte en un experto en diplomacia y en el instructor de la familia Spada en Roma, mientras que el jesuita y poeta Antonio Palazuelos fue profesor en casa de los Condes Martorelli. Otros jesuitas, como el chileno Santos, fueron los promotores de las preguntas pedagógicas en diversas asambleas eclesiásticas provinciales. Esta alianza con los poderes urbanos y religiosos les permite mantener viva, con vida la identidad ignaciana, sus valores y sus aptitudes. Estos hombres se convierten así en los portavoces de la intelectualidad jesuitíca, capaces de articular todas las escalas de la circulación de los saberes, de lo local a lo internacional. Esta inclusión socio-cultural les ofrece la posibilidad de nutrirse de ideales en boga y de alimentar su reflexión sobre el destino de América.
Pensar el continente y el hecho colonial
Muchos son los discursos jesuitas que demuestran un gran interés por América. Pensar el subcontinente y escribirlo constituyen un mirador gracias al cual los jesuitas analizan las debilidades, los sueños, las peripecias, y las futuras felicidades del pueblo del Nuevo Mundo. A pesar de la adversidad y el exilio comunes, una fractura ideológica parece dibujarse en la comunidad jesuítica entre Españoles peninsulares y americanos.
A propósito de la vuelta a su país natal, Juan Pablo Viscardo menciona las diferencias de trato por parte de la Corona española entre los jesuitas peninsulares y los que nacieron en América: “cette juste demande n’aurait besoin de tant de protection si nous n’étions pas des Américains, puisqu’on a agi bien différentement [sic] avec les Jésuites nés en Espagne, comme il y en a cent exemplaires” (Lettre du 2 novembre 1783).[12] El ex-jesuita Pietas habla en 1782 de “violencias, amenazas, engaños y represiones humillantes” [13] para con los americanos. En el plano moral, el sentimentalismo excesivo ofrece el mismo peligro que las pasiones, creando un desequilibrio y estados enfermizos. En el plano intelectual, la sensibilidad de los exiliados activa la vida del espíritu, la concentra, y la orienta incluso hacia la polémica. Así el jesuita mexicano Francisco Javier Alegre, autor de la Historia de la provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España, se encuentra en el centro de una querella ya que debe contrarrestar los ataques del jesuita peninsular Luengo que considera sus obras “reprensibles y dignas de ser borradas las extravagancias, irregularidades, y expresiones de poco honor para la Compañía.” [14]
Cada campo parece pensar por sí mismo, juzgar las acciones de las autoridades y testimoniar un espíritu crítico ante los escritos de sus coreligionarios. El dolor del desarraigo redobla las potencias del alma y acarrea, en el caso de unos exiliados, el orgullo y el egocentrismo. La identidad ignaciana, sólida los primeros aňos del exilio, se divide entonces, se desmorona en dos identidades, española y americana. Según los escritos jesuíticos, parece que una brecha se acrecenta en la diáspora entre los dos partidos y esto debido a la injusticia de su situación, pero también a su concepción distinta de la política y de la administración del Nuevo Mundo. El factor religioso, que actúa al principio como una unidad profunda que solda a la comunidad, adquiere, con el tiempo, una dimensión política acentuada con la perspectiva del final del Imperio español.
La actividad de los peninsulares a favor de la Independencia del Nuevo Mundo, Andrés Febrés, de la provincia de Chile, y Cosme Antonio de la Cueva, de la del Paraguay, debe ser evocada. EL primero, oriundo de Manresa, que fue misionario de los Araucanos, fue encarcelado a causa de la publicación en 1784 de su Seconda memoria cattolica a favor de la Compañía de Jesús. El segundo fue encarcelado en Boloña a causa de unas misivas suyas dirigidas a interlocutores disidentes de Cádiz, de Buenos Aires y de Montevideo, como Luis Ramón Vidal, independentista declarado del Río de la Plata. También debemos poner en evidencia a los jesuitas americanos opuestos al gobierno español, y partidarios de la emancipación de América, como el jesuita chileno Juan de Dios Lara y el jesuita peruano Pedro Pavón, autor, en 1791, de un Trattato della civilta[15] abiertamente republicano. A sus acciones se añade la resistencia del cubano Hilario Palacios, de Salvador López, oriundo del Nicaragua, o de Diego León Villafañe, nativo de Tucumán, pero que, faltos de medios de acción, no pueden asentar su influencia que permanece débil hasta finales del siglo XVIII.
Para el jesuita peruano Viscardo, autor de la Carta a los Españoles americanos de 1791, los americanos tienen ya razones válidas para elevarse contra la opresión de la Corona y deben afirmar el doble carácter del Español americano: español por sus orígenes y americano de nacimiento. Si este hombre pertenece a la nación española por la sangre, sabe que el Nuevo Mundo es su única patria. Esta definición establece por cierto la nueva ciudadanía americana basándose en los dos criterios de sangre y de suelo. Entonces, tenemos un sentimiento y la volontad de ser americano, todavía no de un Estado determinado, sino de todo el continente, de un ente continental que debe proyectar la americanidad y el cristianismo. Viscardo desembarca, podemos recordarlo, en la clandestinidad en Gran Bretaña en 1782 con un proyecto en dos dimensiones: una dimensión política, que consiste en fomentar la emancipación, y una dimensión personal que lo convierte voluntariamente en el precursor de la liberación del Nuevo Mundo. El aventurero catalán Luis Vidal revela así el nacimiento de grupúsculos activistas deseosos de liberar la América espaňola, grupos a la cabeza de los cuales se encontraban Viscardo y el jesuita de Mendoza Juan José Godoy: “El ministerio de Ynglaterra trabaja mui secretamente a una tribulación en el Chili, Paraguai i reino del Perú, por el conducto de tres ecs jesuitas del Chili” [16] (Carta de Vidal al Rey de Espaňa, 18 de enero de 1785).
Los temas de América y de su gestión son temas que encontramos también en numerosos textos redactados por unos ex-jesuitas peninsulares. En efecto, libros como el canto a La conquista de Méjico del jesuita valenciano Pedro Montengón [17], tratan de la Conquista y de la Colonia con un punto de vista parcial. Otros, como los del murciano Antonio López de Alarcón, quieren engrandecer el prestigio de la España imperial con proyectos concretos. Así este jesuita imagina en 1787 en su obra El Sueño de Ganímedes, dedicado al Conde de Floridablanca, que cada región de Espaňa debe recolonizar América. Esta obra destila el pensamiento americano de su autor, o sea que el territorio americano sólo es una dependencia de Espaňa. Con su estrategia colonial y su patriotismo español peninsular, los murcianos podrían fundar una nueva colonia en las costas del Caribe colombiano: “esta colonia podría dedicarse a explotar el palo de Brasil y el oro de la zona a través del río. Con el cobre y la sal de la cercana Santa Marta, pueden formar una colonia riquísima.” [18]
Paralelamente, la obra del jesuita Pla evoca la necesidad de una redención que podría cumplirse con medidas constructivas y prágmaticas. Así, después de su famosa Disertación sobre el Dominio del Mar de 1782, el español redacta su Plan de la Población General de España [19] en el cual desea repoblar algunas provincias de la Metrópoli y del Imperio.
Inscribiéndose en una tradición propia a la España del siglo XVIII, el diseño de Pla evoca acondicionamientos urbanísticos para crear un nuevo habitat, un habitat que rindiera homenaje a la grandeza de España. Además, según este jesuita, con la aplicación de su plan: “se tendría siempre en la vasta extensión de la Monarquía depósitos de labradores, soldados y marineros, de los quales se podrá servir en todos tiempos.” [20] Muchos escritos jesuitas sugieren otra idea de la Metrópoli y de sus colonias. Para ellos, la independencia de la América del Sur es inconcebible: prefieren asumir la grandeza de este imperio, rechazar las tesis de sus compañeros americanos, y defender su identidad únicamente española.
Nada más llegar, entonces, los migrantes jesuitas se agrupan en las ciudades italianas y, poco a poco, se sedentarizan para formar una comunidad escindida al nivel ideológico. Es entonces una tierra de acogida propicia a las experiencias intelectuales originales y utópicas que los jesuitas americanos van a recorrer para poetizar su continente o elaborar planes independentistas.
Una escritura patriótica al servicio de la futura América libre
El exilio total, lejos del país natal, lejos de la familia, a una distancia infinita de América, implica una privación de los derechos políticos para unos religiosos considerados como peligrosos para España y su régimen político. Esta situación engendra así una innovación intelectual y alimenta un patriotismo revanchista que se confunde con el jesuitismo militante de los exiliados cuya escritura va a oscilar entre una manifestación de una reconquista universal de los derechos del hombre, y una expresión de preocupaciones estrictamente nacionales. Las bibliotecas italianas, en las que estudian los jesuitas y que influencian su erudición, se convierten entonces para la diáspora en centros de aprendizaje, de encuentros, y de estructuración ideológica.
Numerosos exiliados, mediante el modo epistolar y las ediciones clandestinas, escogen la literatura como antídoto contra el exilio y como vía de retorno al continente. Velasco, este americano irreductible en sus reivindicaciones justicieras y en sus manifestaciones patrióticas, que escribe la Historia del Reino de Quito así como una Colección de poesías varias hechas por un ocioso en la ciudad de Faenza[21], utiliza el vocabulario elegiaco que siglos de poesía de dolor le habían preparado. Se experimenta en sus versos un sufrimiento constante, desilusiones y pruebas ante la migración forzosa. El malestar de los exiliados, la búsqueda de su identidad, la vuelta imposible, son omnipresentes en la literatura de los expatriados que no encontrarán de nuevo ni los paisajes ni la topografía de sus pueblos, que su memoria momificó. Conmovedor es sin duda alguna el epíteto que se debe emplear para expresar esta llamada melancólica de las almas y de los corazones.
Gracias al sueño y la escritura que transforman a América en un fuente de inspiración, estos hombres religiosos van a encontrar, al revés, la fuerza de escribir los recuerdos que les sirven de soporte para crear un lazo con el pasado americano. A pesar de la humiliación, estos jesuitas, en su desesperación, no consiguen efectuar el trabajo de duelo y sólo piensan en una hipotética vuelta. El trauma de la migración y de la secularización tiene como consecuencia la fijación de una tierra idealizada y poetizada, que enriquece el corazón y el espíritu en relación con la inspiración del sufrimiento, de la soledad y de la desilusión. Una de las primeras expresiones de su criollismo es abiertamente la reivindicación de la naturaleza americana en toda su diversidad. Es verdad que las rupturas más radicales no cortan del todo los vínculos con el pasado: no abolen por completo la herencia y no borran totalmente los recuerdos. La nominación de una tierra, de una región aparece indudablemente como un sollozo.
Rafael Landívar, jesuita guatemalteco, escribe, en cuanto a él, en Boloña uno de los poemas más bellos de la literatura jesuítica en el cual recrea su patria. Publicado en Modena en 1781, este poema de más de 5000 versos utiliza el hexámetro de Virgilio y el latín de la Antiguedad para describir la grandeza geográfica, agrícola y humana de la Nueva España, del norte de México hasta la región de Costa Rica. Queremos reproducir una parte de la primera estrofa de su obra Rusticatio Mexicana traducida en español:
Salve, mi Patria querida, mi dulce Guatemala, salve
delicias y amor de mi vida, mi fuente y origen;
Cuánto me place, Nutricia, volver a pensar en tus dotes
Tu cielo, tus fuentes, tus plazas, tus templos, tus lares [22]
En esta ola de reivindicaciones jesuitas, Landívar asume con la escritura identitaria un combate común. Este canto de amor y de defensa de la tierra constituye un símbolo y una contribución al patriotismo americano: el poeta se refiere con orgullo a los lagos, a los volcanes, a la flor y a la fauna de su región, pero también a los labores en los cultivos de índigo y de nopal.
Encontramos la misma tendencia nacional y la misma sensibilidad en Juan Bautista Aguirre, jesuita oriundo de Quito. Su evocación de los lugares presenta también un interés poético: “Guayaquil, ciudad hermosa / de la América guirnalda / de tierra bella esmeralda / y del mar perla preciosas” [23] leemos. Asistimos entonces al desarrollo de una literatura casi obsesional alrededor del tema del país abandonado en el dolor. El chileno Juan Ignacio Molina, autor del Compedio de la Historia Geográfica, Natural y Civil del Reino de Chile, escribe con una prosa algo acostaniana:
[E]l reino de Chile es uno de los mejores países de toda América, que parece se ha puesto de acuerdo con la fecundidad y riqueza de su terreno, le hacen una mansión tan agradable que no tiene que envidiar ningún dote natural de cuantos poseen las más felices regiones del mundo. [24]
Gracias a la magia del recuerdo, el precursor Viscardo resuscita también los tiempos felices de su infancia, encuentra el encanto y el sosiego ofrecidos por la Naturaleza. Gracias a su estilo enfático, los revive y los comparte con el lector. Es sobre todo en su texto La Paix et le bonheur du siècle prochain de 1797 en el cual la Naturaleza provoca en Viscardo un efluvio de lirismo y de sentimentalidad. En su obra filosófica, incluye un poema de Jacques Delille, en el cual describe en latín los esplendores y las riquezas de América. Podemos citar estos versos donde los olores de frutas y de flores se mezclan:
Irriguis ergo Pyrus altera floret in hortis
Altera curvatur fructu ; maturaque nullo
Tempore deficiunt sitientes poma Colonos;
Dumque solum movet, aut sarmenta fluentia caedit
Vinitor, hinc dulces in eisdem sepibus uvas colligit. [25]
La felicidad, por una autobiografía indirecta y una intertextualidad poemática, se cumple con la fusión del hombre con la Naturaleza, con la unidad encontrada.
Otro manuscrito de Viscardo titulado, Esquisse politique sur l’état actuel de l’Amérique espagnole de 1791, tiene una vertiente identitaria. Al demostrar el fuerte carácter del hombre y del escritor, destruye los tópicos anclados en las mentalidades y las mentiras a las cuales recurrieron los pensadores como Raynal, Robertson et de Ulloa. Para Viscardo, como para el jesuita mexicano Francisco Javier Clavijero, los prejuicios sociales y psicológicos son el hecho de impostores que imponen opiniones erróneas conformes con sus intereses. Viscardo certifica que tal postura de rechazo del Otro sólo merece la reprobación más acerba, sabiendo que se combina a la intolerancia y a la exaltación de la superioridad europea, y que se aproxima al etnocidio que destruye la identidad cultural de los españoles americanos. El jesuita Viscardo rechaza entonces ferozmente la ignorancia, la mala fe y las dicotomías simplistas: “paso a examinar lo que en el carácter de los espaňoles americanos ha podido dar lugar a difamarlos de manera grosera, en el diseňo de contestar a quien mancha a un cuerpo tan numeroso, el de los desciendientes de Europa” (Esquisse politique, 1791). [26] Este personaje considera así que las obras europeas son el resultado de un eurocentrismo que se nutre de los prejuicios. Mirar a los demás con lucidez, demostrarles una sana curiosidad, he aquí lo que falta a estos escritores.
Es verdad que a finales del siglo XVIII, los peninsulares y los científicos europeos, veían en la extrañeidad del criollo no a un ser igual sino, por sus diferencias culturales, a Otro cuyas costumbres y formas de vida no eran tolerables. El rechazo de esta actitud paternalista, sinónimo de condescendencia y de subordinación, es el punto de partida de la identidad americana de Viscardo o del mexicano Clavijero. Si este último expone y exalta el medio natural del Anáhuac y de todos los pueblos del México antiguo, es para expresar su sentimiento de nacionalidad mexicana y su orgullo americano. A través de su obra Historia Antigua de México de 1780, Clavijero quiere también librarse identitariamente de España, y liberarse de su conflicto de identidad entre hispanidad y americanidad.
En todas las colonias españolas, la desaparición del orden ignaciano pone fin a los contra-poderes que se habían instalado en ellas ¿El drama hubiera podido ser evitado? Parece que no porque las presiones, cada vez más fuertes, se ejercían desde mucho tiempo para con la Sociedad. Había la hostilidad de los mercaderes y de los colonos que toleraban cada vez menos los privilegios y la competencia de las reducciones. Había después la evolución de las ideas en el siglo XVIII en Europa con unos intelectuales que ya no soportaban los métodos ni las actuaciones de los discípulos de Loyola. Había, por fin, la suspición creciente de España que veía en la Compañía un peligro para su soberanía, y en las misiones una amenaza contra la integridad de su imperio. Este imperio será el blanco de la diáspora jesuita que activará sus redes americanas y británicas para emancipar su continente. Y sus componentes se convertirán entonces en los precursores ideólogicos de la definitiva disidencia y de las nuevas identidades americanas del siglo XIX.
Endnotes
[1]En Bartolomé, Bernabé 1995: 653. back to text
[2]En Hanisch, Walter 1972: 132. back to text
[3]En Batllori, Miguel 1991: 161. back to text
[4]En Pacheco Vélez, Césa 1975: 30. back to text
[5]En Batllori, Miguel 1992: 249. back to text
[6]En Viscardo, Juan Pablo 1998: 245. back to text
[7]En Batllori, Miguel 1992: 168. back to text
[8]En Batllori, Miguel 1992: 214. back to text
[9]En Batllori, Miguel 1992: 249. back to text
[10]En Hanisch, Walter 1972: 113. back to text
[11]En Hanisch, Walter 1972: 93. back to text
[12]En Batllori, Miguel 1992: 209. La traducción es nuestra: “esta solicitud no necesitaría tanta protección si no fuéramos americanos, ya que se actúa de manera diferente con los jesuitas nacidos en Espaňa, como hay cien ejemplos” back to text
[13]En Batllori, Miguel 1992: 113. back to text
[14]En Giménez López, Enrique, 1997: 384. back to text
[15]En Batllori, Miguel 1992: 73. back to text
[16]En Batllori, Miguel 1992: 601. back to text
[17]En Carrero, Guillermo 1991: 242. back to text
[18]En Más Galvañ, Cayetano 1997: 313. back to text
[19]En Más Galvañ, Cayetano 1997: 366. back to text
[20]En Más Galvañ, Cayetano 1997: 373. back to text
[21]En Cajica, J. M. 1960: 27. back to text
[22]En Landívar, Rafael 1988: 51. back to text
[23]En Cajica, J. M. 2004: 133. back to text
[24]En Alvarez Brun, Félix, 1961: 133. back to text
[25]En Simmons, Merle E. 1983: 304. back to text
[26]En Simmons, Merle E. 1983: 204. back to text
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